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Asaltar el escenario (Historias de la vida cotidiana)

Joven Parquesol_web

Desde pequeña, Laura tuvo aptitudes musicales y su padre se emperró en matricularla en el conservatorio. Las clases le aburren, es todo demasiado académico y racional y, como dice su amiga Marga, no se siente la música. Ella lo que quiere es tocar el bajo y formar su propio grupo de rock. Su hermano Rafa se ríe porque, como dice la leyenda urbana, The Clash eran demasiado buenos para ser punks. Y ella le devuelve su ironía mofándose de que el oído musical de la familia se volcara solo en ella.

Cuando se junta con Marga y Sandra, las tres se imaginan cómo sería una ciudad en la que hubiese locales para poder ensayar. La vez que más cerca han estado de conseguir uno propio fue cuando el padre de su colega Alfon les dijo que les dejaba una cochera que tenía muerta de risa en Geria. Fueron a verla, sí, pero se toparon con la realidad de no tener coche e intentar compaginar las clases en el instituto y el conservatorio con unos horarios de autobús imposibles para llegar a ninguna parte.

El fin de semana pasado estuvieron tomando unas latas en lo alto del cerro de La Gallinera. El anfiteatro sería un buen sitio para dar un concierto con las luces de la ciudad al fondo. Lo tienen todo pensado: los arreglos los haría Marga, es la que más visión orquestal tiene; de la grabación y edición se encargaría Laura, que para eso está estudiando su módulo superior de imagen y sonido; y el diseño correría a cuenta de Sandra. Pero cuando llegan a este punto se les cae el helado al suelo, como en la portada de ‘La vida mata’, de Los Enemigos: las tres saben que el próximo año Sandra se irá a Barcelona a continuar con sus estudios de diseño gráfico, y su sueño de montar el grupo se esfuma con las volutas de humo del último cigarro que comparten.

A ninguna le gusta especialmente bajar al centro, es siempre lo mismo, bares y bulla, bulla y bares, sin mayores alicientes para gente joven deseosa de hacer otras cosas y compartirlas. A veces, Laura se desahoga yendo a visitar a su abuela Pilar, una mujer muy diferente a las de su época con la que tiene una conexión especial. Siempre camina descalza por casa, manía que ha heredado Laura y que para ella las iguala a Cesárea Évora y a Gail Ann Dorsey, la bajista de David Bowie, esa especie de diosas musicales que pisan con sus pies desnudos el escenario. Le ha contado que el otro día fue a ver a Martirio con una amiga, pero no a un concierto, sino a una conferencia dramatizada sobre la mujer y la copla.

Laura, con sus 19 años recién cumplidos, conoce muchas coplas a través de su abuela. Es un estilo  musical que le suena a otros tiempos pero que le ayuda a entender las vidas de aquellas mujeres sometidas a prejuicios y estereotipos. Y el precio que tenían que pagar por saltárselos. También se da cuenta, hablando con su abuela, de que saltarse ciertas convenciones y asaltar el escenario sigue siendo más difícil si eres chica. Pero es quien más le empuja a seguir por ese camino. Su abuela y Miguel, el profesor que llegó este año al conservatorio y que ha conseguido que Laura vaya con una sonrisa a sus clases. El otro día les contó la historia real de un preso que, entre la miseria y la humillación de un campo de concentración nazi, construyó con teclas de madera que arrancaba del suelo de los barracones un piano silencioso que solo él escuchaba. A Laura le molestó que Sandra, a su lado, se riera. No entendía, o no quería entender, la invitación que Miguel les estaba haciendo: ninguna rebelión se sustenta sobre la belleza, pero todas las rebeliones (empezando la interna) necesitan la belleza en algún momento.

* Dos años después de estos relatos escribimos unas breves continuaciones en el primer número de la revista ¡Seguimos! Lee aquí cómo continúa la historia de Laura.