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“Algunas notas sobre puertos y estaciones”, artículo de Manuel Saravia

  • Artículo publicado el mes de junio de 2018 en Delicias al Día

Primero fueron los puertos, después las estaciones. Allí se forja la ciudad. Pues es desde la estación o el puerto donde hay que empezar a hablar de la ciudad. Ámbitos de bienvenidas y despedidas que acompañan a unos sentimientos “concentrados por la espera” (Edel Juárez). Espacios de intensidad, donde llegan buques, trenes, aeronaves, pletóricos de pasajeros. John Berger expresó limpiamente lo que allí se da: “un tumulto de adioses” (Páginas de la herida) simultáneos, un adiós colectivo. Cuyo valor se aprecia más aún cuando uno ni siquiera tiene lágrimas que dar o recibir en las despedidas, pañuelos que agitar. Oigamos a Dulce Mª Loynaz cantar al viajero –ella misma- que llega a puerto y nadie le espera: el viajero “que pasa entre abrazos ajenos y sonrisas que no son para él (…) se alza el cuello del abrigo en el gran muelle frío”.

No descubrimos nada si decimos que las estaciones son también puertos. Nuevas formas de ese espacio singular. Neruda, por ejemplo, hablaba del ferroviario como “marinero en tierra”, y de unos trenes que cumplían “su navegación terrestre”. Fijman también lo hacía en “El viajero amargado”. Y Atxaga lo sugiere al ver cómo todas las tardes las gaviotas se reúnen… “frente a la estación del tren”. Estaciones y puertos son espacios de alboroto y de alborozo; de estruendo de martillos y ruido de goznes, de choque de vagones, de campanas, silbatos, bocinas y sirenas que mugen, del rugido de los despegues (en los aeropuertos). De un pesado olor a nafta y a carbono que “se esparce, a lo largo de los muelles, por callejones” (Rivas). Comparten un inconfundible tono afiebrado, que el glacial lamento de las gaviotas marca en los puertos, y el vuelo de los vencejos o las golondrinas en las estaciones. Pero se trata de una nostalgia solar. Pues en todos ellos brilla una luz “completa, sin párpados”, del día desnudo (otra vez Neruda).

Allí es donde la ciudad se ofrece entera al que se va, al que regresa o viene. Por ellas llega a la ciudad el mundo. Y si la ciudad fuera un cuerpo (una metáfora reiterada), esas terminales serían sus ojos y sus bocas, los principales elementos de su expresividad. Que habrán de tener forma definida, clara. Pues de no tenerla esos puertos diluidos serían ojos con derrame; y esos aeropuertos sin forma, bocas desgarradas. Son unos espacios que viven del contacto con la lejanía. La distancia larga es parte intrínseca de ellos. En un caso el horizonte, en otro la curva distante de las vías; y en los aeropuertos el cielo abierto, la profundidad del firmamento. Siempre la lejanía, la promesa. Por eso todo es azul allí (lo decía Raúl Contreras): azul de horizontes, vistos o sugeridos. Que precisan horizontes. Pues al venir al puerto “queda un paisaje atrás: otro enfrente, esperándonos” (Pedro Salinas).

Pero también puerto y estaciones son algo más. Son refugio, espacio seguro. Cervantes hablaba del “seguro y dulce puerto”, que desde el mar es ansiado. Pero es también donde desciende quien no sigue viaje, lugar donde se dejan compañeros. Un espacio urbano de la máxima tensión simbólica: el mar frente a la tierra; lo horizontal y húmedo, frente a lo quebrado y seco; lo arraigado frente a lo desarraigado; el punto frente a la línea; lo que se va y lo que se queda; el ancla frente al velamen (I. Gómez de Liaño,Paisajes del placer y de la culpa).

No está hecho el puerto para viajes de rutina. Su atractivo es deudor de los periplos que a él confluyen, y que se asocian con descubrimientos. Aunque hoy son cada vez más frecuentes los viajes sin exploración, que caben “en un metro cuadrado de la vida” (Horacio Rega), la multiplicación de los desplazamientos rápidos o de rutina, casi sin expectativas, atenúa el valor de estos espacios. Pero no lo anula ni lo modifica. Antaño envueltos, puertos y estaciones, de brumas y hollín, con los “aeropuertos comidos por la niebla” (Mario Trejo), hoy son espacios cada vez más nítidos, que se resisten a disolverse en un horizonte desconocido: quizá otra señal más del empequeñecimiento del mundo, que ya creemos ver siempre completo. Seguramente son los espacios más singulares de las ciudades, pero no les pertenecen. “No les pertenecen o les dan la espalda” (F. Morábito): como los ojos, son de todos.

Manuel Saravia Madrigal

Concejal de Urbanismo, Infraestructura y Vivienda por Valladolid Toma la Palabra