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«Frágil teatro de la memoria», artículo de Manuel Saravia

*Artículo publicado en Delicias al Día el mes de octubre de 2018

No. “De nada sirven las pruebas cuando se quiere creer”. Poco pueden el parecido, la razón o los datos firmes contra el querer. Cuántos desgraciados signos habrán sido disputados, apropiados o rechazados por ávidos amantes, temerosos de que con ellos se deconstruyese definitivamente su pasado y soliviantase su futuro. Porque (lo sabemos bien) nunca es fácil edificar un pasado sólido y fiable de una vez por todas. La base de toda historia se asienta sobre arenas movedizas, el pasado es quebradizo y la paz que a veces nos entrega, despiadadamente vulnerable. Su única garantía, si es que pudiera haber alguna, es la querencia. El empeño en creer. Y algo semejante, salvando todas las distancias que se quiera (¿años luz?: pues años luz), también podemos verlo en las historias de las ciudades.

Pero para entender mejor lo que queremos decir, nos viene bien recordar la historia (dramática, real) que nos cuenta Leonardo Scascia en El teatro de la memoria (Tusquets, 2009; original de 1981). Turín, Italia, 10 de marzo de 1926. Se detiene a un hombre, tras intentar un robo. Está indocumentado. En comisaría dice no recordar nada de nada y se comporta como un loco. Le fotografían, le toman las huellas y le ingresan en una clínica mental de Collegno. Le llaman “el desmemoriado de Collegno”. Pero mantenerlo resultaba costoso y convenía librarse de él. Por eso, al cabo de un año se publica su foto en la prensa y se pregunta quién lo conoce. “Muchos creyeron reconocerlo, pues circulaban abundantísimos datos sobre desaparecidos en la primera guerra mundial y no eran raros los casos de los que regresaban tras mucho tiempo”. Entre los que se interesaron figuraba el profesor Renzo Canella, quien creyó reconocer a su hermano Giulio, dado por desaparecido en Macedonia ocho años antes. Ciertamente no estaba nada claro que fuese él. Pero tras muchos avatares, idas y venidas, la mujer de Giulio lo reconoció sin dudar.

Mas la historia no acaba ahí, sino que más bien empieza y se desborda en multitud de encuentros judiciales, pruebas y reconocimientos, de los que se hizo amplio eco la prensa de todo el país. Finalmente, en 1931 el tribunal de casación dictaminó que se trataba de una farsa. Que el que parecía ser Canella no era Canella sino un tal Bruneri. Según cuentan, las pruebas eran contundentes. Con todo, Giulia Canella no dejó de reconocer a quien creía su marido: “quería creer, contra toda evidencia”. Había organizado su propio “teatro de la memoria”, que le resultaba mucho más vivible (cálido, suficientemente verosímil, vívido, incluso real) que el que le ofrecía la verdad oficial. Ella y el desmemoriado encajaron como pudieron los acontecimientos de sus vidas pasadas y superaron los signos contradictorios, las evidencias contrarias. Ciertamente era un teatro, pero en el sentido que daban a esa palabra los tratadistas del Renacimiento: “un sistema de lugares, de imágenes, de actos, de palabras, capaz de suscitar en la memoria otros lugares, otras imágenes, otros actos, otras palabras, en constante profusión y asociación”. ¿Para qué más?

Según Sciascia vivimos hoy “tal abundancia e inagotable concatenación de insatisfacciones, que no deja sitio a la memoria o procura socavarla allí donde sobrevive”. Algo que podemos ver también en la memoria de las ciudades, en el afán equívoco de su conservación. La restauración, por ejemplo, es una teoría muy respetuosa con la historia, la ciencia y los hechos conocidos, pero a costa de una calculadísima dosis de ambigüedad y notorias contradicciones internas. Las ciudades están cuajadas de señales, pero apuntan en múltiples direcciones. Y de todas ellas escogemos sólo algunas, que por alguna razón nos convienen. Pues todas las calles y los edificios son “desmemoriados”, y tenemos nosotros que recomponerles la memoria. Es decir, organizar una exposición lógica y consecutiva de los hechos y espacios de que se quiere dar cuenta. Pero son muchas las memorias posibles, igualmente históricas, científicas y verdaderas.

Hay en youtube un vídeo titulado “Barrio de Las Delicias (Valladolid) en fotos antiguas”. Algunas informaciones son certezas manifiestas: las calles, las plazas, las casas que aparecen en las fotos son, o eran, como parece. Pero además de la arquitectura nos interesan también los márgenes. Esas minucias que vemos en los bordes. El Dauphine blanco y los 600. El pequeño kiosko con los chavales al lado (comprarían regaliz, seguro). El autobús gordinflón. El grandísimo despeje de las calles en alguna foto (sin coches, sin carruajes, casi sin gente, sin nada). Los arbolillos recién estrenados. Las casas bajas junto a las nuevas de 5 plantas. Los charcos, y la mujer con el paraguas. Las dos chicas bailando. Los carteles pegados en el paso peatonal. La impagable foto de la inauguración del túnel de Labradores: todo un recital de la sociedad vallisoletana de los 50. Los muchachos en formación, los profesores, el hisopo, los sombreros y los abrigos muy bien abrochados. El “acude” en el anuncio de la asamblea sobre los terrenos de Farnesio.

Ahí estamos, con ese cúmulo de signos que no nos permiten eludir la encarnación del recuerdo. El final del vídeo es muy expresivo. Pues nos dice: “El pasado es lo que recuerdas, lo que imaginas recordar, lo que te convences en recordar, o lo que pretendes recordar”. Lo que pretendes recordar. Qué bonito. Pues todo recuerdo urbano es carne (se aloja en las personas, anida en las entrañas de la gente). Y como tal, ideológico (y como tal, negociable). Pero volvamos a la historia turinesa. Porque la vida necesita apoyarse (como pueda, pero descansando al fin y al cabo) en una versión de lo que ha sido el pasado, desplegarse en un teatro suficientemente operativo (un verdadero “teatro de operaciones”), enraizarse de alguna forma para ser fértil. Y así lo entendió, literalmente, nuestra pareja. Giulia y el desmemoriado, en los años que tardó en llegar la sentencia fueron, por dos veces, padres. Es posible que en realidad no se tratase del matrimonio que decían ser (los señores Canella), pero nadie podrá negar que aquel teatro dio sus frutos.