Buscar

“Notas sobre la construcción social del paisaje”, artículo de Manuel Saravia

  • Artículo publicado el mes de febrero de 2018 en Delicias al Día

“Lo no visible está completamente entrelazado con lo visible, pero no como un simple hueco en la malla de lo visible, sino como la base que lo sustenta”, escribía Joan Nogué, director del Observatorio del Paisaje de Cataluña, en la introducción de La construcción social del paisaje (Madrid, Biblioteca Nueva, 2007). Y subrayaba: “Se establece entre ambos la misma relación que entre la luz y la oscuridad, entre el blanco y el negro (como decía Paul Valéry, “accedemos a la secreta negrura de la leche a través de su blancura)”. Recordemos (con bastantes frases textuales) tres de los casos expuestos en el libro que comentamos.

1. Brasil: Los paisajes de la modernidad de Río y Sao Paulo y el fondo negro de favelas y cortiços. Según comenta Raquel Hemerly en el capítulo titulado “Los paisajes de la ciudad oculta”, los asentamientos informales en Brasil sufrieron, y aún sufren, un largo proceso de ocultación por parte del Estado y de gran parte de la sociedad, que los considera indeseables y, de alguna manera, no visibles. Se sitúan en las peores zonas, a veces inundables, con enormes pendientes. Acogen a la gente que la ciudad formal no es capaz de albergar, y lo hacen muchas veces sin solución de continuidad con ella. Al lado. Se ha dicho que con frecuencia es la propia construcción de la ciudad formal la que genera la ciudad informal. Por ejemplo, en la construcción de algunas grandes obras urbanísticas que, debido a su larga duración y al origen lejano de de los trabajadores, muchos optan por quedarse a vivir allí, incluso después de terminar la obra, originando la aparición de favelas. Pero también hay manifestaciones de la ciudad oculta que están dentro de la propia ciudad formal. “Paisajes de interferencia”, que “sobran” o no se admiten dentro de la ciudad formal. Espacios que, de un modo u otro, han sido abandonados o subutilizados por la sociedad. Por ejemplo, los cortiços o conventillos (edificios abandonados u obsoletos, ocupados por varias familias); los barracos (viviendas improvisadas bajo los viaductos y puentes); o los espacios libres públicos de apropiación por parte de la gente que vive sin lugar fijo. Es normal que en cada habitación de un cortiço (cuya superficie oscila entre los 4 y los 10 m2) vivan 7 o más personas. «Existe un sentimiento de repugnancia» por parte de la ciudad formal hacia los cortiços y las favelas, acentuada por su vecindad o por compartir un mismo espacio.

2. Galicia: Los paisajes de la América cosmopolita y el fondo negro de los campesinos de Virxilio Vieitez. Leamos el capítulo firmado por Carmen Pena, “Paisajes del recuerdo y el olvido: Galicia”. Y hablemos de los paisajes de la emigración. Que siempre suponen un contraste entre dos mundos, que se evocan con nostalgia uno desde el otro. Una tensión siempre latente que permite participar de ambos paisajes, disfrutarlos y sufrirlos a la vez. Frecuentemente, si el emigrante está en uno de ellos añora, casi instantáneamente, el otro, cruzándose así dos imágenes deseadas y rechazadas simultáneamente. Un cruce de paisajes que es más fuerte aún en los hijos de los emigrantes. Frente al “volverá” está el “non volvas”, frase imperativa que expresa una sensación que se ocultaba, porque suponía una maldición hacia la tierra y la familia. Y en ese contexto se vive también el amargo sentimiento de que esa tierra a la que vuelves te expulsó. ¿Qué se salvará del naufragio de identidades de una y otra generación, oscilantes entre los pasados de aquí y de allá, entre ambos escenarios? Casi siempre solo se salvan objetos (una mecedora cubana, por ejemplo), sonidos (canciones, ritmos y músicas), olores (el aroma de los habanos, el olor a cuero de las maletas de Argentina).

3. California: Los paisajes de viñedos y campos de flores y el fondo negro del cementerio de Holtville. Revisemos algunos textos del capítulo de Don Mitchell, “Muerte entre la abundancia: los paisajes como sistemas de reproducción social”. Según este autor, el mejor lugar para contemplar el paisaje económico, social, político y cultural al que se enfrentan los inmigrantes cuando tratan de entrar en Estados Unidos en busca de trabajo, es el cementerio municipal de Holtville, California. Está en el Valle Imperial, un ámbito desértico hasta hace no mucho, situado al este de San Diego y que se ha convertido en “la ensaladera de América”. Pero en el cementerio municipal no hay hileras de lechugas, sino de cientos de pequeñas lápidas del tamaño de un ladrillo, con los cuerpos de los inmigrantes nunca identificados que perecieron en el desierto o en las montañas, intentando cruzar a California. “El paisaje de la abundancia extrema que es la agricultura norteamericana, junto a los paisajes de casas suburbanas que se extienden a las afueras de todas las ciudades, rodeadas de césped, los paisajes de restaurantes de lujo o de comida rápida, y los paisaje de suntuosos hoteles y spas”, todos ellos están –dice Don Mitchell- “inextricablemente ligados al paisaje de lucha y muerte que ofrece la silueta muda e impresionante de esas hileras de fosas comunes de Holtville”. La conexión entre abundancia y riqueza, por un lado, y entre pobreza y muerte, por otro, no sólo es teoría. Este cementerio “ilustra que ningún paisaje es local”. Que ningún paisaje puede comprenderse “mientras no nos preguntemos a quién pertenecen o quién usa esos espacios”, cómo se crearon y cómo cambian. Y concluye: “sepultados en Holtville, sepultados tan anónimamente como lo están los trabajadores que murieron cuando intentaban cruzar la frontera, están los ideales de justicia y emancipación”.